recién publicado en Ojarasca
Nosotros nos subimos
al autobús en Ciudad del Carmen pardeando la tarde. En la laguna de
Términos se hundía el sol entre las nubes volviéndolas jirones de lana.
El camino sería largo y los vendedores trepaban sin mucho trámite a
ofrecer mango con chile, refrescos y jugos. Tardó en salir el camión
(después entenderíamos por qué) y para cuando recorrimos las primeras
cuadras por la ciudad, las sombras se apoderaban de las esquinas y el
horizonte se perdía en las farolas que se fueron encendiendo. Aunque
nos extrañó que no tomara de inmediato la avenida por la que se sale
del puerto hacia el larguísimo puente que conecta con tierra firme, de
plano nos desconcertó que comenzara a penetrar un barrio de calles
angostas y diagonales cercanas al agua de la laguna, algunas de ellas
anegadas por el desnivel de la ciudad y la ausencia de drenajes.
En una rinconada, el autobús hizo un alto. La oscuridad era
total. El chofer abrió la puerta y raudas subieron dos mujeres muy
jóvenes. El chofer cerró la puerta justo tras ellas y reculó unos
metros para dar una vuelta en U casi de inmediato. El interior del
autobús, también a oscuras, las cubrió en un respiro y algo dijeron en
voz baja entre ellas y el chofer —que siguió buscando una salida hasta
la avenida para de ahí enfilarse al puente. Ellas atravesaron de
inmediato el pasillo hasta los últimos asientos y todo el camión se
volvió un silencio tibio que anunció la frescura del camino, el viento y
la velocidad que comenzaron a colarse junto al ruido del motor más
desfogado.
Eran bonitas. Sobre todo una de ellas, con el cabello
ensortijado y nada largo, como una melenita de león, dejó al pasar su
aura de muchachita delgada y presente siempre.
Me acuerdo que supimos de inmediato que huían. Y que el
conductor era su cómplice. No era un instrumento de su huida sino tal
vez una mano generosa, o un enamorado dispuesto a todo.
Nos dijimos que parecían centroamericanas, tal vez atrapadas en
alguna de esas estafas de ruindad ramplona donde alguien les exigía,
como parte de no denunciarlas y tal vez ayudarlas a subir por el país,
su cuota de prostitución y servidumbre envilecida para dejarlas ir. Por
qué pensamos eso es difícil decirlo así de primeras. Es tan difícil
explicar lo obvio.
No traían nada de equipaje. Ni siquiera un morral. Tan sólo una
bolsita de tela colgada al hombro, una de ellas. La otra era todavía
más evanescente.
Pero el calor a pesar del aire acondicionado nos cerró los
párpados y pronto el autobús corría por las carreteras de Tabasco y
casi en todos los asientos se soñaba. El autobús paró en Villahermosa
un rato que parecieron horas.
Como a las cinco
de la mañana cruzamos un puesto de revisión de la migra en la carretera
costera que recorre de sur a norte Veracruz. Ahí nos hicieron alto
unos oficiales. El conductor tenía que detenerse y lo hizo. Subieron
dos agentes y ni preguntaron. Fueron derechito hasta el fondo del
autobús por las dos muchachas. Ni las interrogaron. Solamente dijeron,
acompáñennos. Ni se resistan. No fueron las únicas personas a las que
bajaron, pero no interrogaron a nadie sino hasta bajar a las dos
muchachas y ponerlas en custodia en una caseta que estaba al fondo de
un terraplén donde se estacionaban varias patrullas y una ambulancia.
Una caseta de radiocomunicación con una enorme antena le daba el aire de
oficialidad al caserío improvisado que era la garita de control
migratorio. Bajaron a otros tres y a una pareja. Pero a ésos los
dejaron sentados en unas bancas cerca del autobús, esperando su turno.
Y claro, al conductor también lo habían detenido. Su uniforme asomaba por una de las ventanas de la caseta del fondo.
La gente comenzó a bajar para estirar las piernas. Los agentes
nos informaron que nos iban a cambiar de autobús pues éste se quedaba
detenido junto con el conductor. No daban ninguna otra explicación, y
ni la mirada concedían.
La pareja contó que una de las muchachas les había medio
contado su historia en la madrugada. Que angustiada confirmó que venían
de Honduras y que, después de cruzar, en Tapachula una mujer las había
apartado y les anunció que si no querían ser deportadas, encarceladas y
torturadas (de plano así les dijo), tenían que irse con ella (y dos
hombres) a Ciudad del Carmen, a trabajar unos días, y que si se
portaban bien les conseguirían papeles de mexicanas como para quedarse
en el país o para moverse a donde se les diera la gana.
Pero cuando llegaron a Ciudad del Carmen, la casa resultó ser
un burdel ni siquiera muy fino, donde recalaban los petroleros y los
camioneros de la vuelta del Golfo y sin más las pusieron a trabajar con
amenazas y maltratos. Que no las golpearon mucho, porque debían estar
presentables, pero sí les sabían pegar sin dejar marca, como le pasó a
una de ellas un día que de plano se negó a atender a un hombre que le
dio mucho miedo nomás de lo que le dijo que tenía que hacer. También
les daban baños de agua fría, y las amarraban o las encerraban o las
dejaban sin comer si algo de su “comportamiento” no les gustaba a las
matronas.
La muchacha del cabello ensortijado les dijo que el conductor
no era su novio pero que se había ofrecido a sacarlas de ahí, porque no
tenían madre los que las habían encerrado en esa casa.
Entre la gente
del camión se hicieron dos bandos. Uno que decía que el chofer las había
puesto, pa’ denunciarlas y cobrar una lana que los agentes de
migración le dan a quien les entrega a algún indocumentado. Que lo
habían bajado para hacer la faramalla nomás.
El otro bando, al que pertenecíamos, insistió en que el
conductor simplemente no midió las fuerzas tan tendidas contra las que
se enfrentó. Que no supo con quienes se metía.
Llegó otro autobús y a todo el pasaje nos trasvasaron. Dejamos
atrás el sitio donde los perros ensalivados se envilecían con el
recuento de su cacería.
3.09.2014
La Cacería, relato de Ramón Vera Herrera
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