3.09.2014

La Cacería, relato de Ramón Vera Herrera

recién publicado en Ojarasca


 
Nosotros nos subimos al autobús en Ciudad del Carmen pardeando la tarde. En la laguna de Términos se hundía el sol entre las nubes volviéndolas jirones de lana. El camino sería largo y los vendedores trepaban sin mucho trámite a ofrecer mango con chile, refrescos y jugos. Tardó en salir el camión (después entenderíamos por qué) y para cuando recorrimos las primeras cuadras por la ciudad, las sombras se apoderaban de las esquinas y el horizonte se perdía en las farolas que se fueron encendiendo. Aunque nos extrañó que no tomara de inmediato la avenida por la que se sale del puerto hacia el  larguísimo puente que conecta con tierra firme, de plano nos desconcertó que comenzara a penetrar un barrio de calles angostas y diagonales cercanas al agua de la laguna, algunas de ellas anegadas por el desnivel de la ciudad y la ausencia de drenajes.
En una rinconada, el autobús hizo un alto. La oscuridad era total. El chofer abrió la puerta y raudas subieron dos mujeres muy jóvenes. El chofer cerró la puerta justo tras ellas y reculó unos metros para dar una vuelta en U casi de inmediato. El interior del autobús, también a oscuras, las cubrió en un respiro y algo dijeron en voz baja entre ellas y el chofer —que siguió buscando una salida hasta la avenida para de ahí enfilarse al puente. Ellas atravesaron de inmediato el pasillo hasta los últimos asientos y todo el camión se volvió un silencio tibio que anunció la frescura del camino, el viento y la velocidad que comenzaron a colarse junto al ruido del motor más desfogado.
Eran bonitas. Sobre todo una de ellas, con el cabello ensortijado y nada largo, como una melenita de león, dejó al pasar su aura de muchachita delgada y presente siempre.
Me acuerdo que supimos de inmediato que huían. Y que el conductor era su cómplice. No era un instrumento de su huida sino tal vez una mano generosa, o un enamorado dispuesto a todo.
Nos dijimos que parecían centroamericanas, tal vez atrapadas en alguna de esas estafas de ruindad ramplona donde alguien les exigía, como parte de no denunciarlas y tal vez ayudarlas a subir por el país, su cuota de prostitución y servidumbre envilecida para dejarlas ir. Por qué pensamos eso es difícil decirlo así de primeras. Es tan difícil explicar lo obvio.
No traían nada de equipaje. Ni siquiera un morral. Tan sólo una bolsita de tela colgada al hombro, una de ellas. La otra era todavía más evanescente.
Pero el calor a pesar del aire acondicionado nos cerró los párpados y  pronto el autobús corría por las carreteras de Tabasco y casi en todos los asientos se soñaba. El autobús paró en Villahermosa un rato que parecieron horas.

Como a las cinco de la mañana cruzamos un puesto de revisión de la migra en la carretera costera que recorre de sur a norte Veracruz. Ahí nos hicieron alto unos oficiales. El conductor tenía que detenerse y lo hizo. Subieron dos agentes y ni preguntaron. Fueron derechito hasta el fondo del autobús por las dos muchachas. Ni las interrogaron. Solamente dijeron, acompáñennos. Ni se resistan. No fueron las únicas personas a las que bajaron, pero no interrogaron a nadie sino hasta bajar a las dos muchachas y ponerlas en custodia en una caseta que estaba al fondo de un terraplén donde se estacionaban varias patrullas y una ambulancia. Una caseta de radiocomunicación con una enorme antena le daba el aire de oficialidad al caserío improvisado que era la garita de control migratorio. Bajaron a otros tres y a una pareja. Pero a ésos los dejaron sentados en unas bancas cerca del autobús, esperando su turno.
Y claro, al conductor también lo habían detenido. Su uniforme asomaba por una de las ventanas de la caseta del fondo.
La gente comenzó a bajar para estirar las piernas. Los agentes nos informaron que nos iban a cambiar de autobús pues éste se quedaba detenido junto con el conductor. No daban ninguna otra explicación, y ni la mirada concedían.
La pareja contó que una de las muchachas les había medio contado su historia en la madrugada. Que angustiada confirmó que venían de Honduras y que, después de cruzar, en Tapachula una mujer las había apartado y les anunció que si no querían ser deportadas, encarceladas y torturadas (de plano así les dijo), tenían que irse con ella (y dos hombres) a Ciudad del Carmen, a trabajar unos días, y que si se portaban bien les conseguirían papeles de mexicanas como para quedarse en el país o para moverse a donde se les diera la gana.
Pero cuando llegaron a Ciudad del Carmen, la casa resultó ser un burdel ni siquiera muy fino, donde recalaban los petroleros y los camioneros de la vuelta del Golfo y sin más las pusieron a trabajar con amenazas y maltratos. Que no las golpearon mucho, porque debían estar presentables, pero sí les sabían pegar sin dejar marca, como le pasó a una de ellas un día que de plano se negó a atender a un hombre que le dio mucho miedo nomás de lo que le dijo que tenía que hacer. También les daban baños de agua fría, y las amarraban o las encerraban o las dejaban sin comer si algo de su “comportamiento” no les gustaba a las matronas.
La muchacha del cabello ensortijado les dijo que el conductor no era su novio pero que se había ofrecido a sacarlas de ahí, porque no tenían madre los que las habían encerrado en esa casa.

Entre la gente del camión se hicieron dos bandos. Uno que decía que el chofer las había puesto, pa’ denunciarlas y cobrar una lana que los agentes de migración le dan a quien les entrega a algún indocumentado. Que lo habían bajado para hacer la faramalla nomás.
El otro bando, al que pertenecíamos, insistió en que el conductor simplemente no midió las fuerzas tan tendidas contra las que se enfrentó. Que no supo con quienes se metía.

Llegó otro autobús y a todo el pasaje nos trasvasaron. Dejamos atrás el sitio donde los perros ensalivados se envilecían con el recuento de su cacería.

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