5.19.2012
De Mojadas. Un relato de Chispillatronik
Cuando era niña mi madre nos llevó a Texas de “mojadas”, patrocinadas por una tía abuela. La señora Amparito pagó al pollero, vaya usted a saber cuánto dinero, para cruzar el charco. El tema ha quedado oscurecido por alguna nube familiar y a últimas lo que tengo en mi recuerdo es un rompecabezas. Yo tenía apenas cinco años y en mi memoria se forman imágenes fragmentadas de las que hasta hace no mucho fui consciente. Recuerdo que mi madre nos dijo que iríamos de viaje a otro lugar donde nos la pasaríamos muy bien: Estados Unidos.
Pero ¿cómo fue el proceso? Mis hermanas, mi madre y mi padre tenían pasaporte, una linda foto familiar en la cartilla en donde yo no figuraba (vaya usted a saber por qué, aunque siempre se me dijo que era recogida de la calle… o el basurero), y que por cierto estaba vencido. Es muy probable que el pasaporte no estuviera listo para las fechas en que cuadrarían mi tía abuela y mi madre el viaje y por esto decidieran realizar dicha travesía.
Amparito era una mujer mayor que había emigrado al gringo hace ya varios años. Ahí había encontrado al amor de su vida con quien se casó y obtuvo la nacionalidad. A quién recuerdo le lloraba amargamente porque murió de un paro cardiaco en la calle, y ella no pudo hacer nada más por él. Recuerdo la escena que nos describía mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, ella pidiendo auxilio en la calle mientras él yacía tirado en la acera. Ella abrazándolo como queriendo arrebatárselo a la tierra en la que lo enterrarían.
Un viaje, que en mi concepción de niña fue eterno. Viajamos de Puebla a Ciudad de México y de ahí tomamos otro autobús que nos llevó por parte de Veracruz y luego a Matamoros. En aquel tiempo tenía la costumbre de hablar y hablar, me inventaba historias y tonterías para hacer la charla a la gente, de ahí que me dijeran “Periquito” (¡y siempre en masculino!). Por esto, mi madre me mandaba con el chofer a “hacerle la plática” para que no se durmiera cuando la noche había caído en carretera. Aquella secuencia inicial de la película Lost Highway en la carretera, ya me resultaba familiar, claro a velocidad menos vertiginosa. Como recompensa, el chofer permitía que mis hermanas y yo durmiéramos en el camarote. Recuerdo que fue un viaje eterno y claustrofóbico, con paradas restringidas para bajar al baño y para comer alguna cosa.
Estuvimos como un día o dos en Matamoros, seguramente en lo que se hacían las gestiones necesarias para aclarar la manera en que cruzaríamos la frontera. Recuerdo que estuvimos en la oficina de migración y que los policías eran hombres altísimos, rubios y alguno negro muy alto. En mi vida había visto hombres de este tipo: tan rubio o tan negro, pero ante todo, taaaan altos. Mi madre y la tía Amparito le decían algo al policía que movía la cabeza de manera negativa. Y eso, nos fuimos con un no por delante. Supongo que eran otros tiempos y otras políticas, pues la inocencia de mi madre y tía por convencer a esta gente de permitirnos cruzar la frontera por la puerta legal se mostraba como posible en sus imaginarios.
Al día siguiente nos despedimos de una señora muy amable que nos alojó en su casa, que nos dio de comer y que nos permitía estar cerca del ventilador, el calor se elevaba más allá de lo que hasta entonces había conocido. Amparito se despidió amorosamente de nostras, vimos como cruzó la puerta para pasar ese puente de manera peatonal. Y después nos encontramos con un hombre que tendría unos 30 y algo de edad, era de piel blanca y cabello oscuro, era de complexión corpulenta. ¿Este quién es? Yo me preguntaba.
Comimos unos sándwiches [¡que elaborada corrección del Word!] al lado del río Bravo mientras esperábamos que cayera la tarde y luego la noche. De manera borrosa pero recuerdo que había más gente por ahí, paseando, comiendo algo. Cuando estaba oscuro, apenas se veía por dónde íbamos debido a las luces que había al lado del río, el hombre dijo que era hora de cruzar. Yo seguía sin entender nada. Así que fui la primera a quien llevará del otro lado del río. Me llevaba de la mano, igual seguía sin entender por qué, y ya que estábamos ahí, por qué no nos quedábamos a darnos un remojón. A fin de cuentas el río no me llegaba más arriba del pecho. O al menos eso recuerdo. Me dejó en la orilla y fue por mis hermanas y mi madre que venía detrás de ellos. Me imagino que mi madre debía estar demasiado nerviosa, cuando vio que yo venía de regreso a su encuentro pegó un grito de aquellos, de los que sólo las madres angustiadas y con voz aguda pueden dar. Apresuraron el paso y el hombre me dijo- ¡Mija regrésate!, ¡regrésate! Ante tal insistencia no pude más que quedarme sentadita donde estaba, esperando que cruzaran. Claro, yo pensaba que era un paseo como cualquier otro, en realidad no recuerdo que lleváramos equipaje, y como nos habían dicho que íbamos de viaje y a Estados Unidos, pensé que por fin nos llevarían a Disney…
Caminamos por entre las yerbas, no tengo clara la concepción del tiempo. Pero me parece que al final Bronwsville no es muy retirado de Matamoros. Debieron ser un par de horas. Por alguna zona descapada y entre yerbas se vieron luces de las patrullas, el hombre dijo: -¡Échense sobre la tierra!, y no se muevan… calladitas… Así nos quedamos por un rato, hasta que las luces y las cosas tan extrañas que decían los policías fronterizos se fueron alejando, hasta no oírse más. El corazón me palpitaba tan fuerte. Aunque no sabía de lo que se trataba o que hacíamos ahí tiradas, entendía que esta vez debía quedarme quietecita quietecita, esto se sentía con una importancia y gravedad como nunca antes. Pasó el susto y continuamos caminando hasta llegar a la ciudad, entrar por cualquier calle. El hombre dijo: -Niña dame la mano, pretendamos que somos familia. ¡Eyyyyyyyyy! No le tomes la mano a mi mamá, aunque no esté mi padre… ¡yo cuido por sus intereses! Acto seguido tomó mi mano… yo me puse roja, pero no hubo tiempo para desplegar el berrinche. En mi cabeza pensaba, este señor se quiere robar a mi madre. Todo me parecía muy sospechoso. Elaboré variadas tesis complejas sobre lo que sucedía, si mi madre se habría cansado de nosotras, si mi madre tenía un cariño por este señor, este señor ¿de dónde salió?, ¿por qué no le había visto antes? Mis elucubraciones continuaban como una diarrea hasta que llegamos frente a la casa de Amparito que nos recibió con tanto gusto.
-¡Llegaron bien! ¡Bendita sea la virgen santísima! Acto seguido el hombre se fue antes de que nadie lo notara. Al final ya le había tomado cariño…
Pero ¿qué fue esto? ¿Por qué hicimos esta hazaña? ¿En qué estaba pensando mi madre? ¿Teníamos necesidad económica? ¿Tendrían problemas amorosos mis padres? ¿Qué pensaba mi madre al arriesgarse con esta travesía? Tengo muchas preguntas que con el tiempo y en familia podrán ser respondidas.
Es justo decir que las políticas de migración hace muchos años, en la década de los 80, no eran ni la sombra de lo que se ha convertido la frontera México- Estados Unidos. ¿Eran tiempos más inocentes? Como mi amiga decía el otro día, en los 80 no existía el TLC, por lo que mi verdadero paraíso en el gringo fue toda clase de comida chatarra que hizo felices mis días por allá. Amparito vendía dulces y refrescos, chicles y chocolates. Los niños llegaban a su puerta gritando: – Amparitooooooooooooooooooooooo… Ella salía y les vendía lo que necesitaran. Incluso a las madres les vendía ¡el auténtico mole poblano congelado! Amparito tenía una casita de madera pequeña pero confortable, con uno de esos áticos gringos, de aquella escalera que se descuelga del techo para subir, ay que fantasía. Tenía una huerta donde sembraba sus verduras y sus yerbas aromáticas; al lado tenía sus animalitos, básicamente gallinas y aves. Pero lo más lindo eran los rosales de colores psicodélicos que cada día ofrecía una variedad diferente de rosas.
Amparito y mi madre se iban a trabajar, a hacer limpieza a alguna casa. Mi madre siempre ha sido muy apañada, y en este caso no fue la excepción. Yo recuerdo que nos hizo muy felices que nos regalaran ropa, si bien era usada parecía nuevecita, al menos tendría una lavada. Eso no me importó y rápidamente me agencie algunos vestidos. En nuestros conceptos ochenteros era un gusto tener algo gringo, aun existía aquella mística aura de los productos “hecho en” que la apertura de mercados se llevó con la globalización.
Quizá estuvimos una semana por ahí, no sé cuánto tiempo pero mucho no fue. Tengo una charla pendiente de mujer a mujer con mi madre para saber y entender de qué se trató este viaje, hasta ahora solo tengo esta colección de imágenes y recuerdos que pongo a su disposición.
publicado originalmente en Subterráneos
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