6.07.2009

eterno movimiento

Al migrante se le va la vida llegando. Lo sorprende la muerte antes de arribar. Vive en ausencia con la premura como lastre, y el futuro como negación. El migrante transcurre entre la mirada obtusa de la sociedad que lo expulsa y lo vuelve a expulsar en repetidas ocasiones como una condena que debe cumplir por la miseria en la que nació, de la que muy probablemente es el menos culpable. Resulta impensable que el migrante acceda a un sueño, y el hechizo de perderlo ni siquiera se rompe porque nunca existió.

Pareciera que el migrante sólo tiene el derecho de conjugar su vida a través del verbo “buscar”. La búsqueda promete un espacio donde su existencia recupere la dignidad humana que millones de errantes extravían en su éxodo.

El migrante y su morada por definición viven en movimiento, en desbandada. Se mueven las aguas de los ríos Bravo y Suchiate que deben ser vencidas como una manera de borrar las huellas en su andar errante. Se mueve el tren con su ardiente lomo donde se montan para que los lleve del sur al norte sin la seguridad de no caer a consecuencia del cansancio, o del hambre, o por el violento aventón de algunas manos criminales que trafican con la miseria migrante. Se mueven los “tijuaneros” de sur a norte repletos de esperanza. Se mueven las rutas de ingreso al “futuro” para vencer los muros humanos, legales, policiacos, militares, sociales, culturales y materiales que impiden el cruce de los migrantes. Se mueven las estrategias de supervivencia, cambia la forma y el fondo, la miseria las reinventa para no colapsar la vida de millones de “exiliados económicos”. Se mueven las veredas, los caminos y las brechas en constante respuesta a la persecución de la autoridad. Se mueve y avanza la construcción del muro fronterizo, el muro de la ignominia que nos recuerda lo incómodo que resulta nuestra vecindad con Estados Unidos. Se mueven las redes sociales que facilitan la migración. Se mueven las remesas que maquillan la pobreza de quienes las reciben, pero no potencian ni el crecimiento ni el desarrollo. Se mueven las noticias que dan cuenta de la vida “del otro lado” y que conectan las comunidades de origen con las comunidades trasnacionales. Se mueve el tejido social producto del flujo y el reflujo humano. Se mueven las cifras de los muertos en el desierto. Se mueve el migrante y en su andar busca demostrar que no es un delincuente, que la migración aún ilegal no es un hecho criminal, es un acto de sobrevivencia.

En el ocaso de la jornada, luego de que el movimiento se convierte en la piel del errátil e irrumpen los últimos suspiros del día o de la noche, el migrante parece susurrar: “cuando me sobrevenga el cansancio del fin”, como recordando a Ramón López Velarde; quizá como una petición de que la migración termine, pero el fin de su movimiento no muestra vicios de llegar jamás, cada día se aleja la conclusión del “viaje”. El movimiento es el legado que el migrante se da a sí mismo. Paradójicamente, es un movimiento marginal en solitario que se hace en compañía. El movimiento migratorio juega una especie de hortaliza donde el “viajero” se transforma en el hortelano de su futuro que es una cosa; y muy otra, el pasado que dejó cargado de incertidumbre, urgencia, desesperanza, descendencia, escasez, miseria, todo lo que una mañana lo expulsó de la tierra que lo vio nacer. Así, los migrantes ya viajan con el recuerdo de lo que será; mientras dura el periplo no dejan de “construir” el porvenir que al menos en su mente ya comienzan a vivir.

Migrar pareciera vocación inequívoca de los “exiliados económicos” de la globalización; exiliados de la sociedad convertidos en consecuencia como cargadores sempiternos de las desigualdades y sostenedores de los desequilibrios que se vuelven “necesarios” para “regular” el mercado y la economía. ¿Y qué otra cosa es migrar si no pagar un derecho de piso por un suelo al que no se termina por llegar? Migrar no permite dejar nada al azar: el desierto, las vías del ferrocarril, la frontera abusiva, las garitas, las redes de delincuencia en maridaje con las autoridades, las extorsiones y los secuestros, todo ello no son mesas de juego donde un par de dados puedan marcar a favor del migrante. Contrariamente, esta realidad es una suerte de expoliación que termina por desnudar al que de suyo comienza desnudo su andar.

Cuando los migrantes penetran en Estados Unidos adoptan el pasado de su pueblo que por largo tiempo será lo único que podrán aprehender, y el nuevo territorio lo hacen suyo para proteger su tierra y su historia con el pesado recuerdo de la penuria que los obligó a comenzar un movimiento que seguramente no tendrá fin. Porque al llegar, la esencia del movimiento será para ocultarse de las miradas, para burlar la legislación, para ser invisibles en medio de la sociedad que los niega pero los emplea, para superar el discurso político que los excluye o incluye a conveniencia. Se moverán para obtener trabajo, para correr de las redadas y evitar ser deportados. Se moverán en alguna marcha para exigir sus derechos y gritar que el migrante no es un criminal, sino un trabajador.

Los migrantes se mueven para refundar su identidad a la sombra de las representaciones colectivas y los referentes empíricos de la paisanada “del otro lado”. El eterno movimiento migrante ya no es circular, porque el retorno no forma parte de la estrategia por sobrevivir: “salimos para no volver; aunque quisiéramos que no fuera así, tenemos que movernos para no regresar”. No hay más, nunca podremos ver al mismo migrante en dos ocasiones, porque el migrante vive en movimiento.

EDUARDO GONZÁLEZ VELÁZQUEZ

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