Fragmento de una nota de Matteo Dean
La legalidad comienza a perder su sentido original y se transforma de ser pacto social compartido en ser pacto entre pocos a costa de las mayorías. Por converso, la legitimidad cobra fuerza, esa misma legitimidad que obliga y empuja a miles cada día a emprender un viaje que más que ser tal es una apuesta hacia la vida. La legalidad a la que apelan gobiernos y comentaristas domesticados –en Italia, en Europa y no solamente ahí– se reafirma hoy como el enésimo instrumento de presión social y control de la crisis. Ser ilegal hoy ya no es una condición temporal y excepcional. Ilegal es el nuevo nombre del diverso, del distinto y, según estos profetas de la nueva moralidad, es el nuevo nombre del peligro y del inadaptado. Que no haya comida o que ésta cueste demasiado, que no haya trabajo o réditos dignos, poco importa. El peligro es otro y es el de convertirse en ilegales o bien ser invadidos por ellos.
Nosotros y ellos, legales e ilegales. Esta es la nueva frontera entre ser y no ser. O, más bien, entre ser ciudadanos y ser simples agentes del progreso ajeno. Porque si algo les queda claro a estos arquitectos de las sociedades de la exclusión es que sin migrantes la máquina capitalista posneoliberal no funciona. Podrá entrar en crisis el mercado de valores, podrá haber escasez de alimentos (?), podrá haber crisis de gobierno, pero la máquina productora capitalista no puede funcionar sin que haya quien aceite los engranajes de la misma. Y si la ilegalidad es el nuevo espacio de la exclusión y el nuevo instrumento de la opresión, pues quizás teníamos razón los que caminábamos y caminamos las calles de las ciudades europeas mil y más veces en protesta y que gritamos “nadie es ilegal” y “todos somos clandestinos”. Asumirse como tales, quizás sea hoy la nueva frontera de la resistencia al proyecto posneoliberal.
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