A 20 minutos al norte de
la frontera entre Mexicali, Baja California, y Calexico, California, hay
un pueblo de 6 mil habitantes llamado Holtville. Ahí hay un cementerio
bautizado como Terrace Park donde se ven las tumbas blancas,
relucientes, de los familiares de quienes habitan el pueblo, rodeadas de
césped verde con los nombres y apellidos de los descansan ahí. Algunas
tienen encima unas flores frescas, otras un regalito.
Caminando entre las filas de los
sepulcros, y pasando una línea de árboles, se llega a un área que
recuerda que estamos en medio del desierto. El aire va cargado de un
polvo que se pega a la lengua y a la ropa. Ese terreno agreste en tiempo
de secas, lodoso cuando llueve, alberga los cuerpos de migrantes
indocumentados que murieron sin que se supiera quiénes eran. Filas de
ladrillos descoloridos, algunos con la leyenda “Joe Doe” para los
hombres, “Jane Doe” para las mujeres, indican que ahí yace alguien cuyo
nombre e historia no se conocen. Hombres, mujeres, quizá algunos niños,
que cruzaron por el desierto de Mexicali, una sucesión de montañas
rocosas y escarpadas que arden de día y se congelan de noche, con la
ilusión de que ahí adelantito ya estaría su destino. Los cuerpos se
quedan ahí, reduciéndose a huesos, hasta que alguien los encuentra y los
trae a Holtville.
La primera vez que llegué a este
cementerio de nadie, había llovido, así que los pies se hundían en la
tierra húmeda mientras empezaba a calar el frío desconsolador del
atardecer en el desierto. Un grupo de hombres y mujeres, integrantes de
la organización Ángeles de la Frontera recorría las filas de losas
rectangulares. Algunos intentaban en vano quitarles el polvo con las
manos; otros clavaban la vista en la tierra y musitaban intentando decir
algo al ser inasible de allá abajo —o tal vez al de allá arriba.
—Vinieron a trabajar en este campo, no a
ser enterrados en él —rompió el silencio Enrique Morones, quien
encabezaba el grupo, meneando la cabeza—. Morones y Ángeles de la Frontera son
conocidos en esta región porque en verano instalan galones de agua en
puntos estratégicos del desierto para que quienes cruzan, con suerte,
encuentren un poco de agua casi hirviendo bajo el sol.
Al menos una vez al mes, Ángeles de la
Frontera visita este sitio para evitar que, ante el olvido, su huella
termine por desaparecer. Quienes viajan desde San Diego colocan cruces
de madera pintadas de blanco con la leyenda “no olvidado” junto a los
ladrillos de los migrantes desconocidos. Siempre que van hay tumbas
nuevas. Enrique me cuenta que en 2002, cuando el cementerio empezó a
recibir los restos de los migrantes no identificados, había 20 tumbas.
Hoy hay 650.
A pesar de lo desgarrador que resulta
saber que en un camposanto aumenta el número de nadies, las cifras
indican que la probabilidad de morir ingresando aEstados Unidos es
muy baja. Se estima que en la última década han entrado al país
alrededor de 5 millones de inmigrantes indocumentados; de acuerdo con
las estadísticas de detenciones, 97 por ciento de los ingresos se
realizan por la frontera sur. Durante el mismo periodo, el número de
muertes registradas en el intento de cruzar oscila entre 5 y 6 mil;
Ángeles de la Frontera, asegura que podrían ser hasta 10 mil.
Diez mil entre 5 millones: 0.2 por
ciento de probabilidad de morir en la línea es una estadística que no
asusta a nadie. El riesgo de muerte, todos lo saben, es el que se corre
en el camino para llegar hasta esa línea. Una vez que se cruza, el reto
es empezar a vivir.
Erick Midence da pasitos cortos de un
lado a otro. No lo llevan a ningún lado, pero no deja de moverse. De
peinado impecable, cejas pobladas y bigote cuidado que cae un poco hacia
los lados, tiene una mirada afilada, aguda, que no combina con su
sonrisa de amigo. Aunque esta mañana la sonrisa es forzada: hace dos
horas que espera para entrar a uno de los salones de la corte de
inmigración de Los Ángeles. Ahí se decidirá el destino de Rosario y
José.
De 14 y 15 años de edad, Rosario y José
llegaron indocumentados de Honduras hace un año. Es junio de 2014, así
que los chicos bien podrían ser parte de la estadística de moda: unos
días antes el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, reconoció lo
que calificó como una “crisis humanitaria” debido al incremento
dramático del número de niños detenidos en la frontera al intentar
entrar al país sin documentos.
Sin embargo Rosario y José no llegaron
con una oleada sorpresiva; forman parte de una generación de jóvenes que
desde hace años salen de El Salvador. Unos vienen con la esperanza de
conseguir un empleo; otros, porque saben que si se quedan en su tierra
acabarán muertos o siendo parte de una pandilla. Pero la mayor parte
viene porque uno de sus padres se encuentra acá.
Aunque la migración a Estados Unidos
siempre ha existido, una de las razones para que los menores realicen el
viaje tiene su origen en el reforzamiento de las medidas de seguridad
fronteriza establecidas tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
El endurecimiento de la vigilancia y las leyes aplicadas ainmigrantes indocumentados intentando
entrar al país, contribuyeron a romper la circularidad que
caracterizaba a la migración mexicana y centroamericana. Los padres que
trabajaban de este lado de la frontera solían regresar a su tierra cada
cierto tiempo para ver a los hijos; sabían que a la vuelta tendrían que
volver a ingresar de manera ilegal y estaban preparados para ello. El
asunto es que las opciones para el reingreso se redujeron.
Así, los padres empezaron a traer, o a
mandar por sus hijos, como alternativa para la reunificación familiar.
En el caso de Rosario y José, la decisión se tomó en familia. María
Vilma, la madre, llegó a California hace siete años. Dejó a sus cinco
hijos en Sensuntepeque, El Salvador, a cargo de su madre, la abuela de
los niños. Rosario y José son los mayores. Cuando empezaron a dejar
atrás la infancia, las maras les cayeron encima. A la abuela le pidieron
dinero para no volverlos a molestar. María Vilma, muerta de angustia,
envió la cantidad que le pedían a su madre y pagaron la extorsión. Eso
alcanzó para comprar año y medio de paz, pero unos meses más tarde la
amenaza regresó. María Vilma se dio cuenta de que tenía que sacar a sus
hijos de ahí. Preguntando entre sus contactos le recomendaron a alguien
que se los podía traer.
—No era un coyote —dice convencida—. Era
un amigo de la familia que aseguró que los niños iban a venir bien,
seguros y cómodos. Me dijeron así: que era más caro, pero que con él era
seguro.
Estamos sentadas en la sala de espera
del edificio que alberga a las cortes de inmigración, una de las decenas
de construcciones de pisos de mármol y muros helados que albergan
oficinas del gobierno federal o estatal en el centro de Los Ángeles.
María Vilma —de baja estatura, ya la rebasaron los hijos; cabello
obscuro recogido y ojos vivaces que no reflejan sus 33 años de edad—
habla sin resentimiento, como si fuera cosa de todos los días pagar 18
mil dólares para traer a sus muchachos pasando calor y hambre, caminando
primero, metidos en el maletero de un camión después, para que al final
los agarraran.
Cuando Rosario y José se reunieron con
su madre, les entregaron un documento que indicaba que se les iniciaría
un proceso de deportación. Les dieron una cita para presentarse ante el
juez de inmigración, y les sugirieron que consiguieran un abogado. Pero
María Vilma, con su trabajo en la pisca del apio, ¿de dónde iba a tener
para el abogado, si con trabajos sacó lo del viaje? Entonces llamó a
Erick Midence.
Todas las personas que me han hablado
sobre Erick Midence se refieren a él como “don”. Don Erick, me dijeron,
es este hombre que dirige la organización Hondureños Unidos de Oxnard,
una ciudad en la zona agrícola del sur de California, cuya población
está formada principalmente por quienes se dedican a la producción, el
cultivo y la recolección. Las manos que trabajan en esta zona son manos
migrantes.
Hay 3 millones de campesinos en Estados
Unidos, de ellos, siete de cada diez nacieron en México o Centroamérica,
aunque organizaciones locales estiman que en algunas áreas, como
California o Florida, podrían ser nueve de cada diez. Del total de
trabajadores agrícolas en el país, más de la mitad son indocumentados.
Es en lugares como Oxnard, más que en
las grandes ciudades como Los Ángeles, Chicago o Nueva York, donde los
migrantes son más vulnerables: la falta de información sobre sus
derechos y los escasos recursos para defenderlos hacen que fácilmente se
vuelvan víctimas de abusos o fraudes. Por esta razón, Midence decidió
llevar una organización de hondureños hacia allá, y terminó brindando
apoyo a todo tipo de migrantes, en especial a los que son de origen
centroamericano.
Cuando a María Vilma le recomendaron
buscar a Don Erick, su esperanza era conseguir un abogado que la
acompañara a la corte sin cobrar. Midence no lo es, ni su organización
cuenta con recursos para pagarle a uno. Lo que sí saben es cómo opera el
sistema de inmigración. El activista se ofreció a ir con María Vilma
para explicar a juez que la madre no ha podido contratar a un abogado y
pedir una prórroga. Lo consiguieron: el juez les dio una nueva audiencia
hasta diciembre.
Cualquiera que viera a este hombre
ayudando a otros, pensaría que su propia situación migratoria ya está
resuelta. No es así. Midence llegó a Estados Unidos hace 18 años
proveniente de Honduras, pero no tiene residencia ni ciudadanía. Al
igual que otros 65 mil hondureños en Estados Unidos, lo único que tiene
es un Estatus de Protección Temporal, conocido como TPS, una medida
instaurada por el gobierno estadounidense en 1990 que da a ciertos
inmigrantes indocumentados una salvaguarda temporal contra la
deportación y la oportunidad de permanecer por cierto tiempo en el país
de manera legal, pero sin que esto represente una posibilidad de obtener
una residencia permanente o una ciudadanía. El TPS se otorga bajo
ciertas condiciones de emergencia, como desastres naturales o conflictos
bélicos.
En el caso de Honduras, la protección se
dio a aquellos hondureños indocumentados que se encontraban en Estados
Unidos en 1998, cuando el huracán Mitch azotó el territorio de su país.
Tres años después, los migrantes salvadoreños también recibieron un TPS
tras los terremotos que golpearon a este país en 2001. Actualmente hay
200 mil acogidos a este programa. Aunque en teoría la aplicación del
estatus de protección obedece a una consideración de carácter práctico
para el individuo, su aprobación también depende del cabildeo que
realizan los gobiernos de los países afectados con las autoridades
estadounidenses. Guatemala, por ejemplo, ha intentado obtener un TPS
para sus ciudadanos, sin éxito.
Los estatutos del TPS establecen la
protección al beneficiario por un periodo de 18 meses, tras el cual éste
regresa a su situación de indocumentado y le es iniciado un proceso de
deportación. En el caso de Honduras como de El Salvador, ambos gobiernos
han negociado renovaciones cada año y medio; por 16 años para los
hondureños y 13 para los salvadoreños, el TPS ha sido extendido.
Aunque pareciera que todos ganan —los
beneficiarios pueden continuar viviendo en Estados Unidos; los gobiernos
centroamericanos siguen recibiendo el flujo de remesas y evitan el
compromiso de recibir y reinsertar a sus paisanos de vuelta en sus
países—, esta medida ha creado una generación que vive en la zozobra, la
incertidumbre, y sin derechos plenos. Los beneficiarios del TPS cuentan
con un número de seguro social y un permiso de trabajo que les permite
cumplir con ciertas obligaciones como el pago de impuestos, pero no les
da derecho a beneficios federales como un fondo de retiro, ni a
beneficios migratorios como traer a sus familiares que viven fuera de
Estados Unidos. Esto ayuda a explicar por qué los hijos, al cumplir
cierta edad, alcanzan a los padres sin documentos migratorios.
Un día, mientras participaba en una
acción comunitaria, Midence fue arrestado. Agentes de inmigración lo
detuvieron y le pidieron que se identificara y que acreditara su
estancia legal en el país; él indicó que era beneficiario del TPS.
—El agente me vio como si yo fuera un
ciudadano de tercera clase. “Este es un permisito y te lo vamos a
quitar”, me dijo para intimidarme. Me metieron en un cuarto, pero en dos
minutos regresaron a soltarme porque buscaron información sobre mí y
vieron que tengo un perfil en la comunidad. Y ¿qué pasa con quienes no
lo tienen? Vives con el miedo, con la zozobra; por 18 años yo he vivido
así. No puedes salir del país porque no tienes estatus legal; tienes que
pagar 380 dólares por un permiso para ir a visitar a un familiar. Se
nos han ido amigos, familia, y no podemos ir. Pero eso sí, somos una
buena fuente de ingresos: 480 dólares cada 18 meses por renovar el
permisito. Haga cuentas.
Las hice. Sólo por renovar el TPS de los
beneficiarios de Honduras y el Salvador, el gobierno estadounidense
recibe 127 millones de dólares cada año y medio, sin contar los permisos
de salida. Esa cantidad equivale a 12 veces el monto que propone
destinar la administración Obama en la defensa legal de los niños
migrantes.
Una cosa es recibir la llamada diciendo
que los hijos están en el centro de detención, y que puede ir uno por
ellos, y otra es que en efecto se los den. Cuando María Vilma llegó por
Rosario y José, además de acreditar que ella era la madre, tuvo que
comprobar que contaba con los recursos para sostenerlos y un sitio
aceptable para recibirlos. Ahí se dio cuenta de que el asunto iba para
largo.
Desde que llegó a Estados Unidos, María
Vilma ha trabajado en el campo, sembrando y cosechando, en jornadas de
nueve horas con dos de descanso, con la espalda encorvada para hacer la
pisca de fresas o lechugas, dos de los cultivos que más cansan. No habla
inglés, le cuesta trabajo leer y no puede escribir, pero encontró la
manera de ir juntando dinero para mandarlo a El Salvador y para ir
haciendo unos ahorros.
Sin documentos migratorios y con poco
dinero, cuando llegó a Estados Unidos María Vilma no pudo rentar un
departamento, pero se enteró que en algunas casas era común encontrar un
garaje adaptado como habitación sin necesidad de entregar papeles o
dejar un depósito de seguridad. Al prinicipio eso no representó
problema, pero a las autoridades de migración no les pareció un buen
sitio para que se alojarandos adolescentes. Para llevárselos tuvo que
encontrar un apartamento.
Aunque podría parecer una solicitud
razonable, el acceso a una vivienda digna para el inmigrante
indocumentado en Estados Unidos en ocasiones es un lujo. En este país el
sistema económico funciona en torno al historial de crédito de los
individuos: cualquier tipo de contrato, desde la renta de un espacio
para vivir, hasta la contratación de los servicios básicos de luz, agua o
gas, requieren de una revisión del historial de crédito. Si como es el
caso de los recién llegados, una persona no cuenta con él, y además no
tiene documentos que acrediten que vive legalmente en el país, no se
considera una persona confiable y debe dejar depósitos en garantía para
todo. Para el recién llegado no hay dinero que alcance.
Los migrantes han encontrado la manera
de darle la vuelta al asunto. El que logra instalarse ofrece un espacio
en renta para otros y cobra por el uso de los servicios; los que pagan
evitan los altos depósitos.
Sin embargo estos convenios están lejos
de ser la situación ideal. En el caso de quienes viven en las grandes
urbes como Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Miami o Nueva York,
pagar por un pedacito de casa puede representar varios días de trabajo.
En estas ciudades las rentas varían de los mil 500 a los 3 o 4 mil
dólares mensuales por un apartamento de dos recámaras.
El espacio compartido, de forma inevitable, propicia el hacinamiento.
Miguel tiene nueve años en Estados
Unidos y siempre ha vivido en estos espacios. Es originario de
Monterrey, México, y como cada migrante en este país, recuerda
perfectamente la fecha de su llegada: 6 de enero de 2005.
—Esa noche dormí en una oficina de una
ferretería —recuerda Miguel, quien vino a trabajar como fotógrafo para
enviar dinero para los estudios de sus cuatro hijos; tres ya se
graduaron y la última lo hará este año—. El dueño era un primo de mi
cuñado que vivía en el segundo piso y me prestó esa oficina por tres
meses. De ahí, me pasé a un cuartito en la parte de atrás de una casa;
en total eran tres cuartos y compartíamos un baño y una cocinita, me
cobraban 275 dólares al mes.
En época de vacas gordas, tuvo
oportunidad de pagar 600 dólares al mes por un garaje adaptado que en
realidad era un estudio bastante cómodo, aunque pequeño: baño, cocina y
un sitio para estacionar el auto. Pero ahora que por motivos personales
las vacas vuelven a ser flacas, ha optado por el más barato de los
espacios compartidos.
—Estoy como el Chavo del Ocho, ¿ves que
vive en un barril? Bueno, yo no estoy en un barril, pero estoy en un
sillón de una sala, en el área común donde todo el mundo pasa. Yo soy
amable, saludo a todo el mundo. Es un sofá de escuadra, así que duermo
nomás boca arriba, porque si me volteo, me caigo. Pero vale la pena,
mira: llegué en abril —hace cuentas—, son cinco meses. En pura renta me
he ahorrado 400 dólares al mes, llevo 2 mil dólares ahorrados en estos
cinco meses.
Miguel siente que corrió con suerte: el
sitio en el que vive sólo es compartido con otras tres personas.
Cualquiera que haya vivido tiempo suficiente en estas ciudades sabe que
en algunos apartamentos llegan a apilarse hasta ocho y diez personas;
los espacios que se rentan van desde una habitación completa o
compartida, con o sin literas, hasta cuartos de TV, los sillones de la
sala, e incluso el clóset: por 150 dólares al mes, de las 10 de la noche
a las 6 de la mañana una persona puede dormir compartiendo dos metros
cuadrados de alfombra con las maletas que se encuentran sobre las
repisas del armario.
En las áreas rurales la situación no es
muy diferente. Aunque los precios son más bajos, los requisitos para
rentar son los mismos; en algunos sitios se piden contratos por seis
meses que rara vez pueden cumplir los trabajadores migratorios dentro
del país: el campesino se mueve hacia donde está el cultivo de
temporada. Esto provoca que ocho de cada diez trabajadores agrícolas
vivan la mayor parte del tiempo en condiciones de hacinamiento, según un
estudio realizado en Carolina del Norte, destino de un gran número de
migrantes centroamericanos. Entre aquellos que son trabajadores
migratorios, tres de cada diez viven en espacios calificados como no
aptos para habitación humana: automóviles o camionetas, garajes o cuarto
hechizos en los patios traseros de las casas, incluso en campamentos al
aire libre.
A María Vilma le tomó dos meses reunir
el dinero suficiente para dar el anticipo en un apartamento de una
recámara para llevar a sus hijos a vivir ahí; tuvo que pedir prestado.
Hoy, con su salario de 9 dólares la hora, trabaja para pagar esa deuda,
pagar la renta de 950 dólares mensuales, reunir para contratar un
abogado para sus hijos mayores, y enviar dinero a los tres hijos que aún
le quedan en El Salvador.
Mario Savedra ya tenía un hermano acá
cuando vino a Estados Unidos. Por esa razón eligió como destino la
ciudad de Bakersfield, en California. El día que salió de Sonaguera,
Honduras, le dio un beso a su madre, otro a su hija Fernanda, de
enconces dos años de edad, y emprendió el camino. De eso ya pasaron 12
años.
En Sonaguera Mario se dedicaba a la
venta de abarrotes. Tenía un carrito y con él recorría el municipio de
Colón, vendiendo por las calles. Era su único ingreso, pero el oficio de
vendedor se volvió peligroso. A sus compañeros los empezaron a asaltar,
y un día le tocó a él. Dice que le fue bien porque sólo le quitaron
dinero y mercancía. A otros, cuando se resistían, los mataban.
—Uno viene por una mejor vida, porque no
quiere involucrarse en eso, quiere salir. Uno quiere una mejor vida
para sus hijos pero allá nada más no se puede —me dice.
Visto desde el país de origen, el
momento en el que el familiar migrante llega a Estados Unidos representa
el éxito; ya está “del otro lado” y puede empezar a mandar dólares.
Pero la realidad no es exactamente así: la barrera del idioma, la falta
de documentos, la falta de capacitación, el ambiente antiinmigrante y la
inserción a un sistema completamente desconocido, se convierten en una
cuesta hacia arriba que todos los días hay que subir y que cuando te
tira, te noquea.
Mario tiene 36 años. Se ve joven y
fuerte, pero la piel del rostro está ligeramente ajada por el sol. De
cabello y ojos obscuros, gesto amable y voz suave, pero habla rápido y
con firmeza.
—Mi primer golpe fue descubrir lo
difícil que es encontrar un empleo sin papeles —recuerda—. Lo segundo,
el idioma. Buscaba trabajo y los patrones me pedían documentos, me
preguntaban si sabía hablar inglés, y así no se podía. Empecé agarrando
cositas, trabajando día sí, día no. Hasta que mi hermano me metió a
trabajar al field (campo), a la pisca de la uva.
En el ascenso al éxito del inmigrante indocumentado, el trabajo en los campos, el field,
suele ser el primer escalón; es el “jale” en el que no te piden papeles
y en el que el oficio se aprende a punta de sudor. El otro escalón
primario, es el de los jornaleros.
Para quienes eligen como destino las
ciudades, la chamba de jornalero suele traer el primer ingreso. Algunos
conocen un oficio, como carpintería o electricidad, pero otros aprenden
en el camino. Afuera de los enormes almacenes de materiales para
construcción es frecuente encontrar a grupos de migrantes, a la espera
de contrato.
El contratista que está iniciando una
obra sencilla y quiere ahorrarse unos dólares en el salario de los
trabajadores o el ama de casa que necesita que alguien le instale unas
repisas, saben que al acudir a estos sitios encontrarán hombres
dispuestos a trabajar por mucho menos de lo que les cobraría alguien con
los documentos en orden.
Un ejemplo: un electricista cobra entre
25 y 35 dólares por trabajo de una hora, pero un jornalero aceptará
hacer un trabajo similar por 10, a veces por 8 dólares la hora, sin
garantía de que reciban su dinero: quienes les contratan aprovechan su
situación migratoria irregular y con frecuencia rechazan pagar el
trabajo realizado.
Para las mujeres que llegan en la misma
situación, el peldaño de inicio, cuando no es el campo, es en el trabajo
doméstico, ya sea limpiando casas o como niñeras. Los salarios y abusos
son similares. El objetivo es resistir hasta que aprenden un poco el
idioma y aparece algo mejor.
Mario pasó del trabajo en el field a
la construcción donde su situación económica mejoró. Pero, aunque tiene
mejor ingreso los problemas por la falta de documentos siguen allí.
Mario lo comprendió cuando compró el auto que era su orgullo.
—El sistema del país te obliga a manejar
para ir a trabajar, pero si manejas sin licencia, te quitan el carro
—dice con un dejo de amargura—. Hace siete años venía saliendo del freeway (autopista)
y me tocó un retén. Tenía un Mustang del 2001, llevaba un año y medio
pagado y por manejar sin licencia me lo quitaron. No lo pude recuperar
porque para sacarlo tienes que pagar la multa de mil 500 dólares y
mostrar tu licencia. Yo no tenía ni dinero ni papeles.
Después de eso, Mario entendió porqué
muchos inmigrantes indocumentados, aunque puedan adquirir un buen auto,
optan por comprar uno “de medio pelo”: en cualquier momento lo pueden
perder.
Otra de las angustias de Mario es que a
pesar del tiempo que lleva trabajando y pagando impuestos en este país,
debido a su estatus migratorio no tiene derecho a un seguro médico.
El costo de los servicios hospitalarios en Estados Unidos puede llevar a la quiebra a una familia.
Mario ya tuvo una probadita de eso. Hace seis años acudió de emergencia a un hospital donde un médico sólo le recetó un analgésico para aliviar la fiebre. Días después le llegó la factura: mil 650 dólares.
—Y a pesar de todo esto, ¿vale la pena vivir en Estados Unidos? —le pregunto a Mario.
—Para mí hay una sola razón, pero es la
más importante: aquí no hay delincuencia, aquí puede andar uno
libremente —me llama la atención la palabra elegida por Mario—. Allá si
uno sale en la noche se arriesga a que lo maten. Allá saben quién es uno
y no lo dejan, no se puede hacer nada, los hijos están en peligro. Mi
hija se vino por eso.
Terminamos la conversación porque Mario
debe iniciar los trámites para recoger a Fernanda, la hija que dejó de
dos años de edad en Honduras y que hoy tiene 14. Fernanda cruzó la
frontera hace un mes y la detuvieron de este lado; Mario irá por ella y
se enterará de que a Fernanda le será iniciado un proceso de
deportación. Pero está aquí. Tras 12 años de lejanía….
Mario la verá dentro de unas horas y, por ahora, no importa nada más.
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Artículo publicado por Eileen Traux, en MIGRACIÓN, MÁS ALLÁ DE LAS VÍAS, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Fundations.