Soy español, tengo 37 años. Soy emigrante en Uruguay y lo tengo que decir: me avergüenzo de mi país y de su gobierno.
Hace siete meses que vivo en Montevideo.
A diferencia de otras ocasiones en las que he salido fuera, no lo he
hecho con una beca, un contrato de prácticas o un trabajo con la
cooperación. Esta vez he emigrado con mi compañera, hartos de la falta
de perspectivas, de la depresión colectiva, del constante desgaste que
supone intentar moverse en una ciudad pequeña. Nos hemos ido siendo
conscientes de que somos también privilegiados: una indemnización por
despido y una serie de préstamos de familiares y amigos nos han
permitido salir del país con mayor probabilidad de encontrar trabajo
que
mucha otra gente en nuestra situación. Somos, en resumen, dos más dentro de la marea de
700.000 personas que han abandonado España desde el año 2008.
En estos siete meses, Uruguay nos ha
acogido amablemente. Las elaboradas historias que habíamos ensayado para
justificar en el aeropuerto por qué llevábamos un billete con vuelta
para un año después y tantas maletas no hicieron falta en absoluto. La
gente que pregunta por qué estamos aquí nos desea mucha suerte y no son
pocos los que dan consejos útiles o pasan ofertas de trabajo. No hemos
visto una sola mala cara, un comentario de temor hacia el recién
llegado. Es más: a las tres semanas de aterrizar ya teníamos una cédula
de identidad provisoria que nos habilitaba a hacer todos los trámites de
instalación. En cuatro meses mi pareja había encontrado trabajo como
periodista. Ayer me llamaron del ministerio de Cultura local: había
ganado uno de los concursos a los que me había presentado para un puesto
de técnico cultural. Estamos hablando de un empleo público. Yo, un
inmigrante recién llegado, he podido optar en igualdad de condiciones
en una convocatoria de empleo. Algo impensable en España para un
uruguayo que emigre a nuestro país. Primero, porque no hay empleo
público que valga. Segundo, porque
las dificultades que les ponemos para conseguir papeles son inimaginables para nosotros. Y es algo que me da vergüenza, propia y ajena.
Me da vergüenza ajena porque esta mañana
he leído que nuestro gobierno, el gobierno de España, el gobierno de mi
país, que está mandando gente fuera a paladas, ha reinstalado
vallas con cuchillas en
la frontera de Melilla con Marruecos. Para evitar “los asaltos”,
informa el que fue el diario independiente de la mañana. Los asaltos. Se
refiere a la gente desesperada por encontrar una vida mejor. Gente como
nosotros, con una salvedad: ellos son (más) pobres. Y como son pobres,
merecen que les pongamos sistemas medievales de contención que no
aplicamos ni a los animales en el campo. Las fotos son para vomitar.
Restos de ropa ensangrentada. Hojas afiladas como cuchillos de
carnicero. Un país de emigrantes, que es lo que somos, practicando la
mutilación como política migratoria.
Una imagen vale más que mil palabras: una puta vergüenza.
Me da vergüenza propia al recordar una
mañana de junio de 2010 en la estación de metro de Legazpi, en Madrid.
Unos policías pedían la documentación a determinados viajeros. A los que
de raza negra o con rasgos latinos. Solamente a estos. Me quedé 20
minutos haciendo estúpidamente como que leía el periódico. En ese tiempo
identificaron a seis o siete personas. Solo por su aspecto. No me
atreví ni a preguntar ni a intervenir. Supe que aquello estaba mal. Que
los dos chicos que se llevaron detenidos no habían hecho nada malo más
allá de ser de fuera. De tener un aspecto distinto. Luego leí más y
descubrí que es una
práctica habitual: en España, si tienes la piel oscura, verás a la policía mucho
más frecuentemente. Y me da una puta vergüenza que no consigo describir.
¡No te preocupes! ¡Solo te paramos si eres extranjero! ¡Esto es una democracia! Fuente
Salgo de mi casa y el señor de la
abarrotería de la esquina, que siempre me llama gallego de forma
afectuosa, me saluda con una sonrisa. Y me vuelvo a avergonzar. Recuerdo
los panfletos que un grupo de imbéciles, porque no merecen otro nombre,
habían dejado en las aulas de la facultad donde, como buen parado
treintañero, hacía el doctorado. Daban una “
respuesta estudiantil” a la crisis basada en
culpabilizar al
emigrante, en criminalizar al diferente. Dos de ellos repartían
folletos en la entrada y les pregunté que por qué lo hacían. Me miraron
como si fuera un extraterrestre: “porque los panchitos nos quitan el
trabajo”. En Valladolid. Que tiene 54.000 parados. Que ha mandado a
20.000 personas al exilio (en ese momento todavía no imaginaba que yo
sería uno de ellos). Asco y vergüenza, es lo que me provocaron esos dos
niñatos con sus banderas de España y todos los que son como ellos,
intentando
sacar partido de la crisis.
Efecto
de las cuchillas en Melilla. ¿El crimen de este hombre? Pues el mismo
que el mío: aspirar a una vida mejor. (foto @Sergiocarofoto)
Hoy mis compañeros me han felicitado
efusivamente por mi nuevo trabajo. Para sacar algo de dinero he hecho de
figurante en una ópera. Cosas de la emigración. Mientras me palmeaban
la espalda, de nuevo he sentido vergüenza al recordar una reunión de
coordinación en la embajada de España en Guatemala. Desde la oficina de
cooperación habíamos mandado, con una beca, a una brillante estudiante
de posgrado guatemalteca para participar en un curso de verano en la
Complutense. Con todos los certificados y papeles necesarios para que no
hubiera problemas, pero, como era habitual, los hubo: al bajar del
avión, un policía nacional se fijó en su huipil, el traje típico de los
indígenas mayas. La llevaron a la comisaría de Barajas y la tuvieron 72
horas antes de deportarla de vuelta al país. Sus compañeros de viaje,
más blancos, en cambio no tuvieron ningún problema.
El embajador, una buena persona y un
buen profesional -algo no muy abundante en nuestro ciclotímico servicio
exterior- no daba crédito. Llamó al comisario jefe de Barajas, que le
dio largas. Le exigió explicaciones al teniente de la Guardia Civil de
servicio en la embajada, que prometió enterarse “de que había pasado”.
Al salir de la sala de reuniones se formó un corrillo y el hombre,
encogiéndose de hombros, comentó como si fuera muy evidente “claro, es
que…si vas vestido de indio, lo normal es que te paren”. Así como suena.
Un funcionario público. Un tipo con 20 años de servicio. ¿Cómo no va a
tener prejuicios racistas el policía de 25 años que se acaba de sacar la
oposición? Una puta vergüenza, es lo que me pareció en ese momento, y
lo archivé en la categoría de anécdotas de embajada. Ahora, consciente
de que es
un patrón recurrente, la vergüenza me la aplico a mí mismo por no haber interrumpido y haberle, por lo menos, mandado a la mierda.
Repito: me avergüenzo porque somos un
país de emigrantes. Emigramos en masa a América Latina a finales del XIX
y principios del XX. Nos exiliamos por decenas de miles después de la
guerra civil, de nuevo en este continente, y aprovechamos para mandar
fuera a la flor y nata académica e intelectual del país. En los años
cincuenta, otra vez, emigramos por millones a Alemania, Suiza, Bélgica,
Holanda o Francia. Y ahora volvemos a hacerlo, en una curiosa mezcla de
mareas migratorias: licenciados con idiomas, como en el 39, buscando
cualquier trabajo, como en el 52. Y mientras tanto nuestros gobiernos
siguen comportándose como nuevos ricos con los que vienen a España:
exigiendo trámites interminables, demorando absurdamente los papeles,
prejuzgando por el tono de piel, convirtiéndolos en objeto de
discriminación y rechazo, jugando al
señorito andaluz que
arruga la nariz ante la pobreza porque en el fondo le recuerda que no
hay demasiada diferencia entre España y los países a los que nos vamos
(o mejor, a los que nos echan), y que nos acogen con generosidad, en
busca de un futuro que ellos nos niegan.
Cuchillas en las fronteras, redadas
racistas, leyes discriminatorias. No reconozco a mi país ni a su gente
en estas medidas: va siendo hora de pensar en reventar, también, la
burbuja de ignorancia represiva que nos están aplicando. Por ellos y por
nosotros, por los que nos vamos y los que os quedáis. Pero mientras
tanto, de verdad, qué vergüenza.