10.12.2013

JORNALEROS AGRÍCOLAS MIGRANTES: Viajeros sin Futuro

ABRAHAM GARCÍA GÁRATE




MÉXICO ES UN PAÍS que vive un proceso de migración dinámico al interior de su territorio, teniendo como protagonistas principales a los jornaleros agrícolas migrantes. Son los peregrinos del hambre, los desheredados.

El hambre que padecen estas familias ha permitido que los productores agrícolas labren fortunas. Esta fuerza de trabajo, esta mano de obra casi gratis es la que necesitan para explotarlos como esclavos modernos. Entre más indefensos estén, más posibilidades existen para cometer abusos, engaños y tratos crueles e inhumanos que le garantizan a los empresarios agrícolas la obtención de ganancias fáciles y de alto rendimiento.

En México, la Encuesta Nacional de Jornaleros (ENJO 2009), arroja que dos millones 40 mil 414 personas se dedican a actividades agrícolas, quienes sumadas a los miembros de sus familias ascienden a más de nueve millones de personas en hogares jornaleros. La estimación del universo total de jornaleros en México consideró un promedio de 4.5 integrantes por hogar jornalero, tomando en cuenta los más de dos millones de jornaleros a nivel nacional y como máximo la misma cantidad de familias, se logró estimar la población jornalera superior a nueve millones.

Es la primera vez que en el país se tiene un padrón que permite conocer de dónde son los jornaleros, cuáles son sus principales rutas de migración, cual es la cifra aproximada de población infantil jornalera, dónde trabajan y en qué tipo de cultivos participan. La Encuesta Nacional de Jornaleros 2009, logró levantarse en 689 municipios de 31 estados.

Se calculó que 21.3 por ciento de las familias son migrantes; es decir, hay 434 mil 961 familias de jornaleros agrícolas migrantes a nivel nacional. El mayor porcentaje se encuentra entre los 16 y 20 años, con un 7.8 por ciento para los hombres y 6.5 para las mujeres.

Del total de los jornaleros agrícolas migrantes, se informó que actualmente 81 por ciento son hombres y 19 por ciento mujeres; 57 por ciento del total de jornaleros se emplea en cultivos de café y chile, y que del total de la población de jornaleros 39 por ciento son menores de edad; es decir, 795 mil 761 niños o adolescentes; 90 por ciento de los jornaleros agrícolas carece de contrato formal; 48.3 por ciento tiene un ingreso de tres salarios mínimos y 37 por ciento gana dos salarios mínimos. El 54.8 por ciento de los trabajadores están expuestos a productos agroquímicos de forma cotidiana y el 40 por ciento de los jornaleros agrícolas provienen de población indígena.

La población jornalera agrícola infantil en el país asciende a un total de 711 mil 688 menores de edad, aproximadamente 39.1 por ciento de la población jornalera. Un 60 por ciento de estos niños, niñas y adolescentes se dedica al trabajo remunerado como trabajadores agrícolas. Siendo el chile el cultivo en el que más menores laboran, 55 mil 635 que corresponden al 12.8 por ciento del total de la población jornalera infantil. Le sigue el melón y el tomate rojo con el 11 y el 10.4 por ciento respectivamente, mientras que en los cultivos de piña (0.2%) y tabaco (0.3) se identificó una cifra menor de niños trabajando.

A las labores agrícolas la mayoría de las niñas y niños jornaleros empiezan su vida como trabajadores del campo después de los cinco años, encadenándose así, eternamente al trabajo duro del surco. Por otro lado, hombres y mujeres de menos de cincuenta años ya no son contratados, en su mayoría porque su mejor momento ha quedado atrás. Antes de los cincuenta son ancianos. Antes de los diez años a las niñas y niños jornaleros les han robado su infancia.

Las camionetas Ford-350 de redilas salieron del pueblo y se perdieron en el camino terregoso dejando una estela de polvo tras de sí, era lo que él alcanzaba a ver. Sus hijos, nueras, nietos y bisnietos viajaban en ellas. Su bisnieto más chico era El Chencho, del que con más alegría se había despedido. “¡Ah muchacho!”, pensaba al recordar  también, que por esa edad empezó a trabajar en el campo a cambio de pocos pesos para ayudar a la familia; sus hermanos más grandes lo habían enseñado a trabajar.

 En este viaje lo dejaron en el pueblo, ya no pudo ir aunque quería, a sus casi cincuenta años era un anciano. Sus hijos ya no lo quisieron llevar  y ya nadie lo quería contratar.

Sus manos y la espalda no trabajaban como antes cosechando, en ese antes donde podía recorrer surcos llenando costales, javas, arpillas, cajas; de limón, tomate, chile, pepino, papaya, aguacate, melón. Pero ahora decían los mayordomos o los “cabos” que ya no le funcionaban, que no, que ya no eran útiles. Es cierto, la espalda le dolía pero no como para no poder trabajar. La tos que tenía -decían los promotores de salud- era crónica, como si él supiera que era eso- ya la traía desde hacía años, pero ahora sí les importaba. Esa tos la había agarrado en el mismo campo donde Mercedes, su mujer, enfermó para no volver a curarse. De allá se habían traído algo, a ella la Muerte se la había llevado pronto, a él, lo roía por dentro todo el tiempo. El más pequeño de sus hijos nació por aquellas épocas, pero no sobrevivió, no sabía bien por qué. Le habían dicho que por los “Agentes Químicos” en los surcos, pero él nunca había visto por los campos de cultivo a esos señores para enfrentarlos.

Toda su vida la había vivido en el campo, entre su comunidad y las zonas de trabajo. Aunque había nacido en su pueblo, al mes ya acompañaba en su periplo por los campos de cultivo del país a su madre y a su padre en los jornales del campo. Dormido lo dejaban en el surco mientras ellos recogían la cosecha. Su madre le contó que una vez casi se muere de insolación y deshidratación porque no se acordaban en qué surco lo habían dejado. Cuando le preguntaba a su padre, hombre de muy pocas palabras pero de mucha fuerza,

¿Por qué trabajaban en el campo? Él le respondía que era por “La Herencia”. Era bisnieto de bisabuelos jornaleros y nieto también de abuelos jornaleros. El padre de su padre había sido bracero allá por el 42, de los primeros que llegaron a Stockton en California. Cuando regresó, el dinero que les tenía que dar el gobierno norteamericano por conceptos del Seguro de Salud, fue depositado al Banco de Crédito Agrícola pero el gobierno mexicano nunca se los entregó; de hecho,  desaparecieron los fondos. Como el ahorro nunca llegó a sus manos tuvieron que volver a trabajar el campo, el propio y el ajeno por un jornal. Y su padre cuando estaba chico, acompañaba al suyo en las largas jornadas agrícolas.

De los nueve hermanos que tuvo, solo él quedaba; no era el más grande pero tampoco el más chico, los que venían detrás se fueron al Norte y no sabía de ellos nada. De las hermanas que hubo en la familia, ya ninguna vivía, entre malparidas, enfermedades y maltratos del marido -como le había pasado a Carmen-  también se habían adelantado en el camino. Pancho, al que le ganó la borrachera lo cuidaba bien cuando estaba chico y no permitía que le faltara nada, siempre compartía con él lo que tenía y más cuando hambre era lo único que había. Pero al Pancho le gusto el trago y una noche dormido se quedo afuera de su casa y no volvió a despertar…pero eso había pasado hacía mucho tiempo.

En sus ojos cansados se veía el reflejo de los campos del Valle del Fuerte en Sinaloa cuando llegó a los 15 años, y más fuerte era el recuerdo en ellos de San Quintín, en un lugar llamado  Baja California, pero no eran recuerdos gratos, a los 16 decidió nunca regresar a ese lugar infernal. De allá se trajo a Mercedes, que era su paisana. Ella tenía trece cuando la conoció, catorce recién cumplidos cuando se juntaron.

Mientras prendía un cigarro y a través del humo, alcanzaba a ver la lejana polvareda de las camionetas de redilas que transportaban a su familia. El Isidro y el Luis, sus hijos grandes, habían llegado a decirle que se iban Pa´l otro lado, que aquí no la hacían, que los tíos, si se habían adelantado y no regresado, era porque les había ido bien. Sabía dentro de sí que no los volvería a ver y así fue, a su cuidado quedaron los nietos y las nueras.

Una de sus hijas, La Chabela, esa sí que había salido bonita, -tan bonita que estaba, que decían que se parecía a las hijas del patrón del rancho donde una vez había llegado con Mercedes a trabajar y al cual ella nunca quiso regresar-, a ella no le gustaba el campo ni trabajar en él y se fue para la ciudad. La Chabela les había mandado una invitación para su boda como con un año de retraso y después de un par de años, una carta,  donde les contaba que vivía bien y que tenía dos hijos. Él pensó en sus nietos a los que no conocía –ni llegaría a conocer- que podrían vivir mejor que ellos, que podían estudiar y trabajar, y un día tener tierras para que los primos les ayuden a sembrar.

Ahora sus bisnietos, nietos, hijas, hijos y nueras, viajaban en las camionetas de los enganchadores, que aunque los conocían desde hace muchos años no por eso los trataban mejor. El Chencho ya tenía cinco años; este es su primer viaje de trabajo en los eternos surcos de los campos agrícolas, ya conseguirá sus propios centavos. Sonríe cuando lo recuerda, “es bien vivo, bien listo”. Cree que será de los que las maestras de las escuelas para niños migrantes le insistan mas en estudiar, en que deje el campo y aprenda a leer y a escribir y a sumar y a restar. A él nadie lo enseñó a leer, por eso nunca aprendió. El sumar y restar lo asimiló por los bultos llenos que valían dinero al final de la jornada. A saber de las denominaciones, “solo con ver -decía- solo con ver”.

Por allá alcanzó a distinguir a algún representante del gobierno federal que había venido a inspeccionar que todo estuviera bien para el viaje y que todos hubieran ya dado su contribución    -al del gobierno-  para poderse ir. Desde que estaba chiquito, habrá tenido unos cinco o seis años, los del gobierno –solía pensar- siempre hablaban todos igual. Le habían llegado toda la vida, desde que pequeño estaba, que campañas de vacunación que parecían enfermar más a la gente, que programas de salud que no curaban a nadie, y eso no le había ayudado al Ramiro, el tercer varón,  cuando a los diez años se enfermó en Nayarit y no regresó mas al pueblo.

A  él, lo que siempre le había dolido es que no le habían dejado trasladar el cuerpo de su hijo y allá estaba lejos, enterrado en tierra extraña y lejano de ellos; Que campañas de alfabetización, pero no conocía a muchos que supieran leer; y otras que se llamaban de “Filiación”, donde les pedían su nombre y la credencial, quesque servían para votar por un cambio y para que todo mejorara, pero nunca le dijeron donde  y cuando había de hacerlo, y no sabía si el cambio había llegado.

“Los alacranes -le había advertido al Chencho- son cabrones, hay que tener cuidado con ellos”, y el Chencho viéndolo con esos ojos negros grandes y alegres le respondía muy serio, aceptando la responsabilidad “Si, Güelo”.

Ojalá alcanzaran lugar en el albergue para Jornaleros, es menos malo y era nuevo. Preferible llegar ahí que a las casas que rentan para ellos, siempre están cayéndose de sucias, viejas y de feas. Los dueños nunca tienen el cuidado de arreglarlas, “Como son pobres ni lo sienten”, “¡Ah como no vamos a sentirlo!”, ¿Cómo cuando nos metieron en las porquerizas, que según ellos habían limpiado y estaba llenas de gusanos y ratas?, ¿O como aquella vez, en la casa grande donde su compadre había embarazado a su propia hija en una noche de borrachera?, ¿O en la otra, donde el enganchador tenía como cinco esposas, todas criaturas, y quería más? Iban pa´llá tras él, venían pa´cá con él, él les gritaba ellas lloraban. “No, si la vida es dura y más pa los que no tenemos nada…” decía su Apá. ¿O cuando les dijeron que hasta cuarto para cada uno tendrían  y  los mandaron debajo de la Ceiba?, Así nomás, ¡Dijo el Patrón que aquí se quedan y aquí se quedan! Esa noche, todos durmieron bajo el frondoso árbol, esa noche y la siguiente, y las de los cuatro meses que estuvo en la cosecha del chile.

El humo del cigarro en el ojo izquierdo lo regreso de sus pensamientos y recuerdos, tosió un poco y escupió. ¿Cuántas horas se irán a viajar?,  ¿Dieciséis?, ¿Dieciocho?, ¿Un día?, ¿Dos? a lo mejor; bueno, hasta una semana dependiendo a donde vayan, dependiendo como les vaya. Uno terminaba agotado, exhausto de esos viajes, y cuando llegaban a su destino lo que querían era bajarse, como fuera pero bajarse. Y después de ese desplazamiento sin descanso, el campo agrícola los esperaba antes del próximo amanecer para que se pusieran a trabajar, como la cosecha pasada, como la de antes…como las de siempre.

El cigarro soltó su último suspiro ahumado, él lo aspiró profundo, fuerte, agusto. Dejo salir el humo y lo disfrutó. Tiró la colilla al piso dejándola extinguirse poco a poco. Se acomodo con sus manos duras y dedos chuecos de lado el sobrero de palma. El sabor del tabaco oscuro no se iba de su boca cuando sus pasos arrastrados, lentos, fatigados, se alejaron poco a poco de donde se encontraba. Las camionetas desvencijadas se habían perdido en la distancia. En cuatro meses regresarían sus hijos, nueras, nietos y bisnietos  y  “El Chencho”,  pa´ contarle de su primer trabajo, de cómo ya se estaba convirtiendo en hombre… ¡Ah que muchacho!…

Los gobiernos han evadido su responsabilidad de velar por los derechos de los migrantes internos. Los jornaleros agrícolas migrantes son invisibles para las autoridades de los tres niveles de gobierno, no tienen derecho a exigir atención porque no hay sentido de pertenencia ni arraigo en los lugares donde trabajan, están siempre de paso y por lo mismo nadie se siente  obligado a atenderlos.

No se puede ser cómplices de esta tragedia que padecen, no se puede a aceptar esta situación injusta, hay que oponerse a las prácticas racistas que adoptan las autoridades que victimizan a los más vulnerables. Se deben parar estos abusos, no se puede seguir permitiendo que se denigre la vida de los Jornaleros Agrícolas Migrantes. Se tiene que dar la batalla por sus derechos, para que las mujeres, jóvenes, niños y niñas puedan reconstruir un proyecto de vida y hacer posible sus sueños de vivir como hombres y mujeres libres en condiciones de igualdad y de derechos. 

El trabajo infantil agrícola en México sigue siendo uno de los grandes desafíos para las instituciones  responsables de lograr su erradicación.

Estas líneas son apenas un acercamiento a un problema estructural que nos habla de la profunda desigualdad que sigue imperando y,  que la sociedad y las autoridades no están atendiendo